martes, 17 de marzo de 2009

Ruidos

Es cierto. Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. Mis problemas para conciliar el sueño con normalidad llegaron a ser un impedimento en mi matrimonio hasta que me decidí a tomar medidas para poder descansar unas horas. Cuatro, cinco horas al día. Eso era lo más que los somníferos me permitían, y aún así muchas noches el llanto de la pequeña Estela, al otro lado de la casa, me despertaba y me impedía pegar ojo en toda la noche.

Mi mujer había decidido dormir en la habitación de la niña desde que nació. Yo entendí su decisión, por más que redujera nuestra vida conyugal prácticamente a cero. Hasta ese punto comprendía la dificultad de lidiar con el desasosiego de mis largas noches en vela. Las amaba a ambas, por eso intenté alejarlas todo cuanto pude de mi habitual mal humor. Y por eso, cuando mi esposa me comunicó su intención de pasar el verano en el pueblo de sus padres, me mostré más que de acuerdo. Serían tres meses separados, tres meses en los que la pequeña Estela comenzaría a regular sus horas de sueño a la vez que yo podría aprovechar para descansar.

El cuatro de Junio las llevé a ambas hasta el pueblo de mis suegros, a setenta kilómetro de Oviedo. Comí con ellos, me despedí de mis dos mujeres y regresé a Madrid, no sin lágrimas en los ojos durante buena parte del viaje. Lo hacía por ellas, me repetía a mí mismo para vencer las ganas de dar la vuelta en cada cambio de sentido. Por fin llegué a mi vacío piso a tiempo de cenar algo y acostarme. Era domingo, y conseguí dormir seis horas seguidas.

Durante la primera semana, la cosa pareció funcionar. Mi mujer me llamaba todas las noches por teléfono y ponía a la pequeña al aparato para que escuchara mi voz, pues aún no había empezado a hablar. Y cada noche, después de hablar con mi mujer, un par de pastillas me ayudaban a dormir cinco, seis y hasta siete horas sin molestias. Empezaba a pensar incluso que quizá para cuando volvieran pudiera haberme acostumbrado ya a un ritmo de sueño normalizado. Todo se andaría. O eso pensaba hasta la noche del lunes 12 de Junio.

Esa noche había recibido la llamada de costumbre de mi mujer y mi hija. Cada día las llamadas eran un poco más cortas, en parte porque empezaban a acostumbrarse a mi ausencia y en parte porque no teníamos demasiadas cosas que contarnos. La vida en el pueblo seguía tan imperturbable como siempre, mientras que mi trabajo en la asesoría no deparaba titulares demasiado excitantes. En concreto, una fotocopiadora rota fue el principal tema de conversación por mi parte de aquella noche. Colgamos a las once y cuarto, cené una pechuga de pollo sobrante del mediodía y recogí la cocina. A las doce de la noche ya estaba en la cama.

Fue hacia las tres de la mañana cuando empezó todo. Un estrépito de voces, risas y música me despertó desde el piso contiguo. Lo más sorprendente de todo es que la fiesta parecía haber surgido de la nada en un segundo. Estoy casi seguro de que, de haber comenzado el estruendo de forma gradual me hubiera despertado desde el primer instante. En lugar de eso, rompió el silencio como si fuera la última campanada del año. Me tapé la cabeza con la almohada y traté de recuperar el sueño, a pesar de que sabía que lo más probable es que me fuera imposible. Al cabo de unos minutos, las voces callaron para no aparecer en el resto de la noche. El sueño, sin embargo, no regresó. Traté de deducir quién viviría en aquél piso, pero teniendo en cuenta que pertenecía a otro portal de la misma urbanización era imposible que lo supiera.

Dos días después llegó la primera cena sin llamada del verano. El día anterior había estado demasiado irritable por la falta de sueño, y habíamos tenido una fuerte discusión. Si bien en lo referente a mal genio yo me llevaba la palma, mi esposa competía conmigo en orgullo y tozudez, lo que nos aseguraba como poco dos o tres días sin hablar. Después las cosas volverían a su cauce, siempre lo hacían, pero no sería ya en esa noche. Me fui a la cama aburrido mucho antes que de costumbre, a eso de las diez, y tardé más de una hora en conciliar el sueño.

A las dos de la mañana, las voces volvieron. Me desperté furioso, y golpeé la pared con el puño para llamar la atención, aunque dudaba de que pudieran oírme con aquél estruendo. Sin embargo, el aviso pareció surtir efecto, y el silencio volvió a llenar la oscuridad de mi habitación. Me dejé caer suspirando sobre la cama y miré el reloj de la mesilla. Las dos y diecisiete minutos de la mañana, y ya no iba a dormir más esa noche.

Durante esa semana y la siguiente, el incidente se repitió tres veces más, siempre entre las dos y las cuatro de la mañana. Los gritos, la música de piano y las risas irrumpían en mi descanso sin aviso previo y desaparecían al minuto, dejándome cada vez más agotado. En el trabajo me retrasé en varios informes, y recibí un toque de atención por parte de mi jefe. Con mi mujer las cosas no estaban mejor, sólo habíamos hablado dos noches en toda la semana y si no discutimos fue porque siempre me colgaba cuando empezaba a ver por dónde iba. Me molestaba en el momento, pero lo entendía.

Cuando había perdido ya cinco noches enteras de sueño, a mediados de Junio, tomé la decisión de trasladar mi lugar de reposo. Busqué por toda la casa, usando la alarma del despertador, el lugar más alejado al origen de mi agonía. Recorrí cada una de las habitaciones buscando el lugar con mejores condiciones, encontrándolo en el baño de la habitación de Estela. Intenté trasladar su cama allí, pero resultaba imposible sin desmontarla, algo para lo que no tenía tiempo ni ganas. Cogí todas las mantas y cojines que encontré en los armarios y los eché en la bañera. Comprobé que cabía dentro si doblaba las piernas un poco, y decidí que prefería aquello a pasar otra noche sin dormir.

La primera noche que dormí en la bañera conseguí sumar cinco horas de sueños sin sobresaltos. Ni siquiera el dolor de mis forzadas rodillas estropeó lo que fue una mañana bastante animada. Recuperé parte del trabajo atrasado antes de salir para la oficina y desayuné copiosamente, feliz por el acierto de mi elección. Sin embargo, poco duró mi alegría, pues dos noches después volvieron las voces.

Me había acostado en la bañera acomodándome de la mejor manera posible justo después de la cena. No había hablado con mi mujer, pero encontrándome bastante mejor, había decidido que al día siguiente la llamaría. Incluso empezaba a planear una visita sorpresa para el fin de semana, quizá el domingo. Y con esa visita sorpresa soñaba cuando la pared alicatada del baño comenzó a atronar. Me incorporé precipitadamente, clavándome en la cabeza el pico del estante dónde dejábamos las esponjas y los botes de gel. El golpe me provocó una punzada de dolor desde el cuero cabelludo hasta el centro de mi cerebro, confundiéndose con las voces de la fiesta. Me tendí en el suelo en posición fetal y esperé hasta que ambos, el dolor y la fiesta, remitieran en mi cabeza. Miré el reloj. Eran las dos y veinte de la mañana.

Por fin pasó todo, dejando como prueba de su paso un molesto palpitar sobre mi oreja derecha. Me puse la ropa en la habitación y fui a la cocina a preparar algo de desayuno. Esperé viendo el canal de teletienda hasta las siete en punto, hora a la que supuse que mi jefe estaría despierto de sobra. Le llamé al móvil y me excusé del trabajo. Estaba enfermo, le dije, y no había pegado ojo en toda la noche. Era verdad lo de que no había dormido, y pensé que tampoco iba muy desencaminado al decir que estaba enfermo.

Bajé al patio común de la urbanización y busqué durante quince minutos al portero de la finca. Le encontré barriendo la última planta del garaje comunitario, y sin demasiados preámbulos le pregunté quién vivía en el piso colindante con el mío. Me dijo que tendría que buscar los planos para poder saberlo, y que en esos momentos no sabía dónde estaban. En cuanto supiera alguna cosa no tardaría en decírmelo, añadió. Algo decepcionado regresé a mi casa con intención de sentarme a pensar con tranquilidad. Cuando entraba al portal, observe como un hombre de mediana edad manipulaba el buzón que correspondía a mi piso. No parecía cartero, y mucho menos repartidor de publicidad. De hecho, sólo parecía interesado en mi buzón.

- ¡Eh, oiga! –le increpé desde la puerta- ¿Qué coño está haciendo?
- Déjeme en paz –contestó mientras me apartaba con el hombro y salía del portal.

Apenas reaccioné debido al cansancio acumulado y al estado de desconcierto en el que me encontraba. Acerté a llevar la pequeña llave hasta el buzón para sacar una única hoja de cuaderno doblada por la mitad. La abrí y leí la amenaza contenida en su interior.

“Te voy a matar”

Una sola frase, sin firma ni explicación. Mejor dicho, una amenaza de muerte, sin firma ni explicación. Giré sobre mis talones y salí de nuevo al patio en busca de aquel extraño. Como por arte de magia, había desaparecido de la vista. Busqué de nuevo al portero para advertirle del incidente pero no le encontré por ningún sitio, así que regresé al piso con la nota todavía en la mano.

Una vez sentado en el sofá traté de analizar la situación. Al asunto de los ruidos nocturnos se sumaba ahora el desconocido que me había dejado la amenaza. Inspirado por el asaltante, decidí que mi siguiente paso debía ser averiguar como fuera quién me hacía las noches imposibles. Bajé al patio y esperé junto a la puerta del portal contiguo al mío, del que suponía llegaban los ruidos. Esperé a que saliera alguien para entrar, haciéndome pasar por un visitante cualquiera. Una vez dentro, anoté todos los nombres del segundo piso, subrayando los pertenecientes a las letras A y D, que debían coincidir con los extremos de la planta.

Subí las escaleras sin molestarme en encender la luz y llegué al rellano de la segunda planta con el corazón latiendo a mil por hora. No sabía que es lo que pensaba hacer a continuación, así que hice lo único lógico en ese momento, llamar al timbre de la primera puerta que encontré. Esperé casi sin respirar a que la puerta se moviera. Incluso no separé la vista de la mirilla, para advertir posibles movimientos furtivos que delataran alguna presencia. Nada. Probé con la siguiente puerta.

Después de no recibir respuesta en ninguna de las cuatro letras, bajé de nuevo las escaleras. Me sentí tentado a introducir notas amenazantes en los cuatro buzones correspondientes, pero finalmente contuve el impulso. En lugar de eso, salí a realizar algunas compras.

Regresé a casa a la hora de la comida, y aunque no tenía hambre en absoluto, me obligué a tragar un sándwich vegetal antes de utilizar la herramienta que había comprado en la ferretería. Cuando terminé, llevé el maletín con el taladro hasta la habitación y aparté la cama de la pared. Moví las mesillas de su sitio y escogí con cuidado un punto de la pared que me permitiera vigilar sin ser visto. Decidí que el lugar ideal estaba situado a unos veinte centímetros del suelo, cerca de la puerta y junto a una columna. Desde allí, si me tumbaba en el suelo, podría ver algo de lo que ocurriera en el piso de al lado sin que nadie reparara en mi presencia.

Probé con tres brocas diferentes hasta que di con una que traspasara los dos muros y llegara a una habitación. Miré por el agujero recién horadado, y pude ver una pared pintada de verde y lo que parecía la pata de una silla. No era gran cosa, pero si tenía lugar otra de aquellas fiestas estaría prevenido y podría…bueno, podría hacer algo. Preparé las mantas en el suelo y ni me molesté en recolocar la cama. No cené, y cuando el teléfono sonó antes de las once de la noche ni me molesté en levantarme de mi lugar de vigilancia. Debía estar alerta, no podía despistarme ni un segundo.

Cuando llevaba tres horas de vigilancia, empezó a vencerme el sueño. Para evitarlo, programé la alarma del móvil para que sonara cada quince minutos, evitando que perdiera la pista a lo que pudiera ocurrir. Sin embargo, no ocurrió nada. Por la mañana me levanté, me arreglé y acudí a la oficina excusando mi ausencia del día anterior.

El día se hizo especialmente largo y difícil. El jefe volvió a llamarme a su despacho, y me advirtió de que no habría más avisos si no mejoraba mi rendimiento. Al salir de su despacho, un compañero que pasaba por allí hizo algún comentario que interpreté como ofensivo, y le partí la nariz de un puñetazo, enzarzándome con él y con todos los que corrieron a separarnos. A decir verdad, cuando llegué a casa con la carta de despido en el bolsillo ni siquiera recordaba si el comentario había sido realmente ofensivo, aunque suponía que no.

Lloré durante más de treinta minutos tumbado en el sofá, hasta que me venció el sueño. Dormí durante dos horas, despertándome sobresaltado por el teléfono. Era mi mujer preocupada por la falta de noticias de la última semana. Le dije que estaba bien, muy bien de hecho. Había mejorado con mis problemas de sueño, mentí, y las cosas en el trabajo marchaban de maravilla. Demasiado estrés, añadí, y ella quiso creerme. Dijo que se alegraba de la mejoría y que tanto ella como Estela tenían muchas ganas de verme. Nos despedimos hasta el día siguiente. Volví a llorar, me levanté, e hice cuatro agujeros más en la pared.

Cuando llegó la noche, de nuevo no ocurrió nada. Yo me cambiaba de posición cada vez que la alarma del móvil sonaba, para no perderme ni un detalle de lo que ocurriera. Ninguna luz se encendió, y no hubo voces tampoco esa noche. Decepcionado, me duché y preparé un desayuno completo para tres, antes de recordar que estaba solo. Reí con la ocurrencia, y comí lo que pude de los huevos revueltos y el bacon y tiré el resto a la basura. Me pesé en la báscula del baño, y aunque lo hice justo después de comer por tres comprobé que había perdido casi once kilos en el último mes. Pensé que salir a dar un paseo me vendría bien, así que bajé a la calle y caminé durante lo que me parecieron horas por toda la ciudad.

Caminé con la mirada perdida sin fijarme en lo que me rodeaba bajo un sol de justicia. En un momento dado, me desperté en un banco de madera en un parque cercano a mi urbanización. No recordaba como había llegado allí, pero me encontraba realmente agotado. Volví a casa arrastrando los pies. Cuando llegué al patio interior de la urbanización, volví a ver al mismo tipo saliendo de mi portal. Instintivamente me escondí detrás de unos matorrales hasta que pasó murmurando por mi lado. Se metió en el portal contiguo, y desapareció dando un partazo. Cuando creí que el peligro había pasado, entré a buscar lo que me hubiera dejado en el buzón. No encontré nada.

Subí las escaleras de tres en tres y me metí a toda prisa en casa. Si aquél asesino había salido de mi portal sin dejarme nada en el buzón, significaba que había entrado buscando otra cosa. Había entrado buscándome a mí. Decidí que no saldría más a la calle de momento, no era seguro. Desconecté también el teléfono. Ya que mi nombre aparecía en la guía, no sería difícil de localizar para aquél desequilibrado. Llamaría a mi mujer en cuanto todo pasara, me prometí. Si es que pasaba, claro.

Pasé toda la tarde sentado en el suelo de la habitación, acurrucado contra la esquina opuesta a los agujeros. Había dispuesto frente a mí varios cuchillos a modo de defensa, y no apartaba la mirada de la puerta de entrada. Estaría preparado si aquél asesino volvía a por él. Estaría preparado. Y tratando de convencerme de aquello estaba cuando me quedé dormido apoyado en la pared. Dormí durante tres horas, sin alarmas de móvil ni sobresaltos, hasta que las voces irrumpieron con estrépito cerca de las dos de la mañana.

Me levanté de un salto tirándome de los pelos, y me eché al suelo para mirar por los agujeros. Me dio lo mismo, mirara por el que mirara sólo había oscuridad. Pensé que habían colocado algo a modo de pantalla, y la rabia por aquella idea me nubló la visión y las idea. Me di un cabezazo contra la pared con bastante fuerza, y enseguida noté como la sangre resbalaba por mi frente hasta mis ojos y mi boca. Y con el sabor de mi propia sangre en los labios tomé la decisión de abandonar toda precaución.

Bajé las escaleras sin molestarme en cerrar la puerta de mi piso, y atravesé el jardín hasta llegar al portal del bloque de al lado. Tuve mucha suerte, pues la puerta estaba solo entornada, y pude subir sin impedimentos hasta el segundo piso. Llamé, frenético como estaba, a todas las puertas a la vez y con insistencia. La puerta de la letra D se abrió y entonces lo vi. Vi al tipo que me había amenazado dos días antes vestido con un pijama. El malnacido pretendía estar dormido para volverme loco, pero no lo iba a conseguir.

- ¡Tú! –dijo con asombro señalándome- Maldito…

No fui consciente de que había salido de mi casa con un cuchillo de cocina en la mano hasta que no se lo clavé en el estómago. Noté como la empuñadura empujaba contra su abdomen y como la sangre manaba a borbotones, mezclándose con la mía en mi mano. La sensación me horrorizó y me alivió a la vez, y volví a sacar el cuchillo y a clavárselo sin parar hasta que escuché un grito detrás de mí.

No recuerdo nada de lo que pasó inmediatamente después. Puede que me desmayara, no lo sé. Sé que desperté atado a una cama en un hospital, y sé que en el juicio mucha gente dijo muchas gilipolleces acerca de mí. Por ejemplo, el portero dijo que aquél tipo se había quejado de mí por el ruido que hacía por las noches. Dijo que había protestado porque apenas podía dormir un par de horas debido a los ruidos de voces y música provenientes de mi piso. Menuda tontería.

Ahora estoy escribiendo esto desde la cárcel. No se está mal, si no fuera por los gritos de los reclusos y los llantos por la noche. Han vuelto a aparecer la música y las risas de la pared, pero ya no me molestan, no. No me han pillado dormido ni una sola noche, creo que ya no dormiré más. No creo que lo necesite. De hecho diría que me reconfortan en parte, me hacen compañía.

También mi mujer, que me llama una vez a la semana para contarme cosas de Estela. Y está bien así, una vez a la semana está bien.

Siempre pensé que hablar a diario era demasiado.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Tarot

- Su amor fue tan intenso que les dejó con agujetas, ya me entiende, querida. –dijo la anciana guiñando un ojo a la rechoncha mujer. A la vez, guardó entre los pliegues de su ropa un billete de veinte dólares que acababa de cambiar de dueña segundos antes.

Había repetido aquella broma al menos treinta veces aquella tarde, porque sabía que funcionaba con sus crédulas clientas. Tantas veces como “Los amantes”, situada estratégicamente debajo del resto de cartas, había salido como última predicción, augurando amor eterno, pasión descontrolada y grandes noches de sexo furioso. Y dejando buenas propinas, pensó para sí la vieja. Así había funcionado siempre, y así estaba bien.

Cuando la mujer se hubo marchado, comenzó a recoger las cartas de la mesa en un gesto hábil, refinado durante muchos años de profesión. Pensaba cerrar la caseta con llave, dando por finalizada la noche, cuando el tintineo de cascabeles sobre la puerta de entrada le anunció una nueva visita. La última de la noche, estaba casi segura. Dos muchachas, una rubia y una morena de unos diecisiete años, puede que menos, entraron con paso indeciso.

- Pasad, bonitas. Madame La Perte os espera, y vuestro futuro también. –la chica rubia se sentó delante de la mesa con decisión y dejó sobre el tapete verde un billete doblado. La mujer la miró sin hacer caso del billete, tratando de adivinar en su mirada el verdadero motivo de su visita. Tenía que tratarse de amor, siempre era así cuando enfrente estaba una niña como aquella.

La otra muchacha, tras aguantar unos segundos de pie mirando hacia el techo con gesto incrédulo, se sentó por fin al lado de su amiga. La vieja notó enseguida la energía negativa que emanaba de ella, y supo que si no hacía algo al respecto podía convertirse en un problema. No un gran problema, ni siquiera uno mediano, pero un problema al fin y al cabo. La vieja esbozó una sonrisa sin dientes y posó su mirada enrojecida en la primera muchacha.

- ¿Cómo te llamas, preciosa? –preguntó a la chica de ojos azules.
- Carrie. Carrie Bradford, señora. Y ella es mi amiga Esther.
- Oh, vaya, ya no podrá usted adivinarlo. –dijo con un exagerado gesto de decepción la muchacha morena. La escéptica, como ya la llamaba Madame La Perte para sí.
- Carrie, querida, sé que vienes a preguntarme por un chico, quizás un compañero de clase o algún amigo. –dijo la vieja, sin dirigir la mirada a Esther y obviando su sarcasmo- Enseguida conocerás tu futuro, no te preocupes. Pero hay algo que debo decirle a tu amiga. Debo decirle, y quiero que tú me escuches, que sé lo que pasó en aquél coche la noche de la que nunca habláis. Sé que sólo te lo contó a ti, y sé lo que sufrió. Sé que prometió no volver a mirar a ningún hombre a la cara, pero ahora no se trata de ella, si no de ti. Y quieres saber, ¿verdad? De verdad lo quieres, lo veo en tus ojos.

Madame La Perte observó complacida como sus jóvenes labios se abrían en una cómica mueca, y se levantó de la silla. Acarició con sus finos dedos de uñas cortas su mentón huesudo y mantuvo la sonrisa desdentada mientras dejaba la baraja que había usado toda la tarde en una bolsa de cuero colgada de la pared. De un baúl cubierto por una tela roja sacó un cofre de madera grabado con un símbolo que representaba un sol y una luna sobre la tapa. Lo abrió cuidadosamente y sacó otra baraja, una mucho más vieja, mientras pensaba en los años pasados desde la última vez que la había usado. Puede que más de diez, descubrió con asombro. Sí, hacía mucho que no pensaba en aquella baraja.

- Bien, veamos lo que dicen las cartas sobre lo que te ha de ocurrir, preciosa Carrie Bradford. –dijo la anciana sin dejar de barajar el mazo de cartas, cambiándolo de mano a mano con rápidos movimientos. No iba a dárselas a ella para que las barajara, ni a pedirle que cortara o dijera un número al azar. Aquellas cosas no eran si no supercherías para niñas, como su abuela le había enseñado. Las cartas sabían, ellas siempre saben.

Colocó cinco cartas bocabajo sobre el tapete, y dejó el resto de la baraja a un lado. Miró a las muchachas. Carrie y Esther, Esther y Carrie. Apenas respiraban, sin quitar la vista de las cartas. Madame La Perte colocó un dedo sobre la primera de ellas, y se dio cuenta de que ella también estaba conteniendo la respiración. Era consciente de su propia excitación casi tanto como lo era del brillo que despedían aquellos mágicos naipes. No era un brillo detectable por la vista, era un fulgor que se alojaba en alguna zona situada entre el estómago y la entrepierna. Allá vamos, pensó. Empieza el baile y la princesa está esperando su corona, portaos bien, niñas.

La primera carta era “El extraño”.

- Hay un hombre, querida, pero no el que tú piensas. Es un desconocido que se te revelará pronto. Debes tener los ojos bien abiertos.

La vieja acarició el segundo naipe antes de darle la vuelta. “El camino”.

- Vaya…parece que vas a compartir con éste hombre misterioso algo más que una charla. Veo unión, y veo complicidad.

La tercera carta era “El castillo”.

- Será está noche. Irás con él, si te lo propone, pues estás a punto de conocer al hombre de tu vida. Veo una fiesta en su casa. Habrá risas y diversión, no debes temer nada malo.

Madame La Perte se fijó en como la respiración de Carrie corría desbocada y el rubor que teñía sus mejillas crecía por momentos, y se permitió unos segundos de demora antes de levantar con cuidado el cuarto naipe y darle la vuelta. Una vez más, era “Los amantes”, aunque en esta ocasión la anciana no tenía nada que ver con su aparición.

- Vaya, querida, creo que no hace falta que te diga qué significa esta carta.-las dos muchachas rieron con nerviosismo, y la vieja notó como Carrie humedecía sus labios con la lengua. Estaba excitada y emocionada, y no era para menos. Las cartas estaban hablando.

Giró la quinta y última. “El destino”.

- No hay más que hablar, preciosa niña. Es tu destino, esta noche conocerás al hombre que estabas esperando con anhelo.-los ojos de Madame La Perte se quedaron completamente en blanco, como si hubiera entrado en alguna especie de trance. De pronto, agarró la mano de Carrie y comenzó a hablar con voz pausada- Se te presentará esta noche, en tu camino a casa. Ahora mismo está despidiéndose de sus amigos en algún lugar lleno de gente, se marcha a dormir, aunque de alguna forma presiente que va a conocerte. Te verá, y te amará al instante. Debes ir con él, pues es tu destino.

Los ojos de la vieja volvieron a despertar cuando la muchacha retiró la mano. Estaba completamente alterada, incluso se despidió con un sonoro beso en la mejilla de Madame La Perte antes de salir corriendo tirando de la mano de Esther.

- ¡Gracias, muchas gracias! –gritó mientras salía de la caseta- ¡Nunca la olvidaré!
- No, no lo harás, preciosa.-contestó la mujer con un susurro apenas audible.

Se dejó caer en la silla, y tomó en sus manos el resto de la baraja. Las chicas se habían marchado, pero el baile no había acabado, no señor. Continuaría sobre el tapete para mostrar toda la verdad. Sus hábiles manos cortaron dos veces la baraja y sacaron otras cinco cartas, que colocó cuidadosamente bocabajo sobre cada una de las que había levantado para la muchacha. Se quitó el pañuelo de la cabeza dejando al descubierto un cráneo casi completamente calvo, con apenas mechones sueltos de pelo aquí y allá. Lo dejó en la mesa con cuidado y pasó distraídamente el dedo índice sobre los naipes ocultos. Echó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos, inclinándose hacia un lado como cuando uno presta atención a lo que escucha.

Empezó no sólo a escuchar, si no incluso a ver. Sus ojos se movieron frenéticos bajo sus párpados a medida que las imágenes iban llegando a su mente. Su boca se ensanchó en una sonrisa mientras iba comprobando que las cartas ocultas eran exactamente las que ella había imaginado. “El acantilado”, “La rueca”, “El bufón”, “La muerte”…

Madame La Perte abrió los ojos y estalló en una violenta carcajada. Pensó en que podría haber avisado a la niña acerca del misterioso desconocido. Haberla alertado quizá de que esa misma noche alguien iba a llevarla a su casa y a violarla. Incluso, se dijo entre convulsiones, podría haberle dicho dónde iba a encontrar la policía su cuerpo decapitado una semana después.

Sin embargo, la anciana también pensaba en su propio futuro. Pensaba en el cáncer que estaba destrozando su estómago en fase terminal. El médico no había hecho si no confirmarle lo que ella ya sabía: Apenas le quedaban dos meses de vida.

Se levantó de la silla, caminó lastimosamente hasta la puerta y cerró con doble vuelta el cerrojo de la misma. Regresó hacia la mesa para terminar de recoger su preciada baraja. Antes de hacerlo, giró la quinta carta oculta, aquella que ocultaba la figura del extraño, el destino de Carrie Bradford.

El Diablo.

El dolor le obligó a doblarse de nuevo en la silla sin que las carcajadas dejaran de llenarle la boca sin dientes. Un asqueroso cáncer comiéndole por dentro, como tantas otras cosas, herencia de su abuela. ¿Qué más daba si, mientras tanto, se divertía un poco?