sábado, 14 de noviembre de 2009

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. No es que esparara que no estuviera, desde luego. A decir verdad, no hubiera sabido decir qué era lo que esperaba, así que decidió enfrentarse a los hechos, simples y rotundos: Él había despertado y el dinosaurio no había ido a ninguna parte.

Lo primero que pensó fue que ahora tendría que ponerle un nombre, aunque enseguida desestimó la idea. Los nombres, razonó, servían para diferenciar a unos individuos de otros, y sinceramente dudaba de que tuviera que diferenciar a aquél dinosaurio de cualquier otro. Así pues, dinosaurio estaría bien. Ya solo tenía que pensar qué hacer con él.

Observó al animal. Dormía. La respiración pausada, interrumpida de vez en cuando por resoplidos similares a ronquidos, le daba cierto aire plácido. No sabía si, una vez despierto, el dinosaurio sería igual de manso. No parecía ser carnívoro, y desde luego no parecía ser un tiranosaurio ni nada similar, aunque uno nunca podía saber si en algún museo no se habrían equivocado al colocar los huesos y en realidad el tiranosaurio no se parecía en nada a las reproducciones actuales.

En cualquier caso, lo mejor sería tomar tantas precauciones como fuera posible. Esperar y vigilar, pensó. Más adelante, cuando despertara el animal, si es que lo hacía, ya pensaría qué hacer. No creía que tuviera que esperar mucho. No sabía cuantas horas podía dormir un dinosaurio, estaba muy seguro de que si hibernaran lo recordaría de haberlo leído en algún sitio. Bueno, casi seguro.

Ahora, pensó, lo más importante es no dormir. Permanecer alerta pase lo que pase. Aunque estaba realmente cansado, y no conseguía recordar por qué.

Cuando despertó, el hombre todavía estaba allí.