domingo, 25 de abril de 2010

Se perdió el fin del mundo

Se perdió el fin del mundo por un maldito trasbordo.

Tal y como se temía, había perdido el vuelo a Munich debido al retraso en la salida de El Prat con dirección a París, y todo por culpa del volcán Eyjafjallajokull. Lo cual, bien pensado, resultaba de lo más irónico, teniendo en cuenta que aquella era la señal que llevaba esperando más de dos mil años. Dos milenios esperando el comienzo de la profecía (“El volcán en la isla teñirá el mundo de negro”) y él no llegaba tiempo por una mala resaca…

Lo cierto era que el trabajo de Ángel Exterminador nunca había estado nada mal. De hecho, había sido un verdadero chollo. Vacaciones pagadas, dietas por desplazamiento, alojamiento a todo lujo y un horario flexible. Por supuesto tenía épocas de estrés, como en cualquier trabajo, pero desde aquella historia de las plagas con los egipcios hacía cuatro mil años la cosa había estado bastante tranquila. Tanto que, sin darse cuenta, se había ido relajando más de lo conveniente. Era consciente de que su declive había empezado ya con los primeros emperadores romanos y sus fastuosas celebraciones: ahora la victoria en no sé qué batalla, luego, el cumpleaños de fulanito y más tarde, la ejecución pública de menganito. Chico, aquello sí que eran fiestas.

Al principio había soportado bastante bien aquél ritmo de vida. En cuanto se acostumbró a que los mensajes del jefe, cuando llegaban, lo hacían a primera hora de la mañana, no tuvo más que adecuar su horario para que todo funcionara sin sobresaltos. Así, en lugar de acostarse al llegar a casa desde las diferentes bacanales a las que sin excepción era invitado, aguantaba despierto hasta recibir la llamada del intermediario de turno. De esta manera conseguía dos cosas: aparentaba estar despierto y en marcha con el alba aún despuntando y después podía dormir hasta la llegada de la noche sin ser molestado.

Las cosas continuaron de mal en peor durante los siguientes siglos. O de bien en mejor, según se mirara. Cada nueva civilización emergente encontraba nuevas vías de depravación y lujuria, y el desenfreno reinante a su alrededor hacía que los años le parecieran segundos. Solamente durante la encorsetada época victoriana se vio obligado a bajar el ritmo, pero por suerte, y como todo lo malo de la vida, pasó dejando atrás toda su rigidez y sus malos rollos. Y la fiesta, una vez más continuó.

Continuó hasta el siglo XXI. Continuó, por supuesto, hasta el año 2010. Continuó, más concretamente, hasta el mes de abril de 2010. Y continuó, exacta, fatídica y estrepitosamente hasta la noche del 14 de abril de 2010. En circunstancias normales, es decir, en circunstancias pre-volcánicas, hubiera conocido aquella noche como la fiesta de las fiestas. La fiesta de las fiestas de las fiestas, y la licencia no hubiera sido exagerada. El alcohol voló, en lugar de correr, y las mujeres pasaron por sus brazos como hacía siglos, y no era una metáfora, que no pasaban. Los astros se habían alineado y el cielo se había abierto para él, pobre inmortal. Sí, sin duda, hubiera sido memorable si no hubiera sido, además, la noche anterior a la gran misión de su vida. El momento para el que, en teoría, llevaba milenios preparándose.

Estaba previsto que, al día siguiente de la “fumata” negra, como la llamaba el jefe, el cielo se tiñera de rojo sobre la ciudad de Múnich (en una ocasión le había preguntado al jefe por qué en Munich. Le parecía más apropiado comenzar la movida en Jerusalén o en alguna otra ciudad simbólica, había comentado. El jefe le había contestado que era una forma de equilibrar la balanza por el Oktoberfestival, y nunca más habían vuelto a hablar del tema).

Como íbamos diciendo, a las 17.23 caería un rayo en el centro de la ciudad y un coro de querubines anunciaría la llegada del Ángel Exterminador, es decir, él mismo. En ese momento bajaría del cielo armado con una espada de fuego sobre un carro tirado por caballos voladores. Y a continuación, lo típico en aquellos casos. El caos, la destrucción, el fin del mundo, todas esas cosas. Todo muy bien preparado y coordinado, una verdadera pasada, excepto por un detalle: él no bajaría con ninguna espada, ni montado en ningún carro sencillamente por que no le había dado tiempo a presentarse en su puesto a tiempo para el trabajo.

Y allí se encontraba por fin, tirado en aquél aeropuerto. Podía imaginarse la bronca que le iba a caer cuando los caballos bajaran sin espada de fuego y sin nada, no iban a asustar una mierda. En fin, no le quedaba otra que pagar los novecientos euros que le pedía aquél taxista pirata. Ochocientos por el viaje a Munich, y cien por que la espada no cabía en el maletero y la llevaba en el asiento delantero. Una cosa estaba clara: en cuanto comenzara el fin del mundo como el jefe manda y se le pasara aquél horrible dolor de cabeza, iba a ser el primero al que se cargara…