No
sabía que en la guerra hay monstruos más terribles que el hombre.
No sabía hasta qué punto el hambre, la soledad, y sobre todo, el
frío, pueden volver loco a una persona. Lo había visto en muchos de
sus compañeros, y no solo en los que se habían suicidado. No sabía
ninguna de estas cosas cuando se enroló en la Werhmacht con
dieciséis años. Ni siquiera cuando fue asignado a la Operación
Barbarroja un año más tarde, Jürgen tenía la menor idea de lo que
la guerra podía llegar a significar. Cuatro meses después, sabía
cosas que nunca hubiera querido aprender.
Las
primeras semanas de campaña fueron relativamente fáciles. Tal y
como el Führer había previsto, el Ejército Rojo cedió terreno y
hombres con demasiada facilidad. La Luftwaffe destrozó la maquinaria
de tierra enemiga, y los panzer del Reich masacraron las líneas de
defensa cerca del río Dniéper. La división en la que se encontraba
Jürgen avanzó imparable junto con el ejército del sur hasta
situarse a las puertas de Kiev, donde ellos, los guerreros de la raza
aria, obtuvieron una victoria guiados por la visionaria mano del
Führer. Los ciudadanos saludaron a las tropas libertadoras con
flores, y el ejército soviético sufrió una derrota total. Más de
medio millón de soldados bolcheviques, según se decía entre las
tropas, fueron ajusticiados, y otros tantos usados como mano de obra
para la construcción de vías de suministro para el frente de
batalla.
La
euforia se desató entre las tropas. Tal y como Hitler había
predicho, pronto Rusia estaría rendida a sus pies. Y después de
Rusia, el resto del mundo. Jürgen se sentía pletórico y poderoso
cuando les comunicaron que se dirigían hacia Moscú. Él, un humilde
campesino de un pueblo cercano a koblenz, iba a participar de la
caída de aquél gigante con pies de barro que amenazaba la
supremacía de su país. Sí, en Septiembre de 1941, Jürgen se
sentía pletórico. Tres meses después, vagaba solo y medio muerto
entre la nieve y los cadáveres.
Cuando
las tropas se pusieron en marcha hacia Moscú, había entre los
soldados cierta preocupación por la llegada del invierno. Escaseaba
la comida, y la única ropa de abrigo con la que contaban era la que
requisaban a los campesinos locales. Sin embargo, la noticia de que a
mitad de camino de la capital les esperaba un envío de víveres
animó la expedición. Apresuraron la marcha y se abrieron camino
entre las primeras nieves del invierno, sólo para descubrir a su
paso desolación y muerte. Al parecer, los bolcheviques habían
destruido todo en su huida. Las carreteras destrozadas, las casas
derruidas y los campos arrasados se tomaron como un signo de
rendición total entre las tropas, que sentían como próximo el
éxito de aquella contienda. Casi no les quedaba comida, y la
temperatura había bajado mucho en los últimos días, pero Jürgen
estaba seguro de que pronto llegarían la comida y las ropas
prometidas.
Pasaron
dos semanas más, y los víveres no llegaron. Los termómetros, que
sólo llegaban a los treinta grados bajo cero, habían dejado de ser
útiles unos días atrás. La nieve cubría todo el panorama hasta
donde la vista alcanzaba, y muchos soldados enfermaron y murieron por
el hambre y el frío. También sufrieron algunas bajas por ataques de
guerrilleros y minas escondidas en su camino, pero el frío era sin
duda su peor enemigo. No había nada comestible a su alcance, y para
cuando los mandos de su división se dieron cuenta de que aquella
destrucción dejada por los soviéticos no era signo de rendición,
era demasiado tarde. Se encontraban a más de un mes de marcha de
Moscú, y el esperado envío de suministros había quedado en una
fantasía infundada.
Varias
subdivisiones, entre ellas aquella en la que estaba Jürgen, se
escindieron del grupo principal, tomando la decisión de volver a
Kiev en busca de refugio. Tras un enfrentamiento con el mando de la
división en el que murieron muchos hombres, un grupo formado por dos
sargentos y unos treinta soldados, entre los que él se encontraba,
partieron hacia el sur. Sólo nueve días después, treinta y uno de
los miembros de aquella expedición desesperada habían muerto
congelados, de inanición o se habían suicidado. Sólo Jürgen
vagaba por la nieve, sin rumbo fijo, y con la piel llena de heridas
por el viento y la humedad. Cuando tras dos días de caminar en
solitario tropezó con una raíz y cayó sobre la nieve, si siquiera
tuvo fuerzas para acercarse su luger a la cabeza y acabar con aquella
agonía. Sólo quería dormir, pensó. Dormir, morir, nada le
importaba ya. Después se sumió en la oscuridad.
Un
tiempo después, no sabía cuanto, Jürgen escuchó una voz dulce que
le hablaba entre las tinieblas. No entendía lo que decía, pero
quería escuchar, quería acercarse a aquella voz. Si había muerto,
puede que le estuviera llamando desde las puertas del cielo de los
guerreros. Hizo un esfuerzo por emerger, y la voz se tornó sonora y
real. Finalmente abrió los ojos, martilleados por un terrible dolor
de cabeza, y descubrió que no estaba muerto.
Se
encontraba tendido en una cama, en una habitación de madera. Como
tenía la cabeza elevada por una almohada, pudo ver que estaba tapado
por mantas hasta el cuello. Intento mover el cuerpo pero no lo
consiguió. La voz que le había despertado se acercó a él como una
bella muchacha de tez pálida y cabellos negros como la noche, que se
asomó a su campo de visión y volvió a hablarle.
Jürgen
consiguió mover un poco la cabeza, y negó en señal de que no
entendía. Intentó hablar, pero tenía la garganta tan dolorida que
le fue imposible articular sonido. La muchacha, en vista de que no la
estaba entendiendo, se señaló con el dedo y se presentó.
El
muchacho asintió, y una sonrisa iluminó a la muchacha. Era hermosa,
y siguió hablando. De todo lo que dijo, Jürgen solo entendió las
palabras “Obiéd” y “Jvátit”. Comida y suficiente. Dio
gracias al cielo y a la muchacha por aquello. La joven salió de la
habitación y al poco volvió con un cuenco de madera y una cuchara.
Le dio de comer un poco de sopa caliente y algunos trozos de carne, y
después se marchó haciéndole gestos de que debía descansar. Desde
la puerta se giró y le dijo “Ty ochen krasivy”. Si el poco ruso
que Jürgen comprendía no le engañaba, le había dicho que era muy
guapo.
Pasaron
los días, siempre con la misma rutina. Él dormía, la mayor parte
del tiempo, y de vez en cuando, Olya le visitaba y le llevaba comida.
A veces la muchacha se sentaba a su lado y le hablaba, y a pesar de
que apenas entendía palabras y frases sueltas, a Jürgen le
encantaba recibir su visita. La escuchaba hablar durante minutos,
pensando en lo hermosa que era, y en lo que le gustaría poder
entenderla y hablar con ella. Había aprendido ya varias palabras
como “gracias”, “por favor” o “buenos días”, y le
gustaba emplearlas para complacer a Olya. En otras ocasiones, él le
hablaba, en alemán, de su familia y de su granja, y la muchacha
escuchaba sonriente. Al rato se marchaba, y Jürgen volvía a
dormitar en la oscuridad.
Una
tarde, le intentó preguntar a Olya por el lugar en el que se
encontraban. No había visto a nadie más que la muchacha, por lo que
no creía que se tratase de ningún tipo de hospital. Pudo entender,
por lo que le explicó la chica, que estaban en una especie de
granja. La familia de la chica había conseguido mantenerla escondida
y a salvo de la guerra, camuflando los caminos que llevaban hasta
ella, y habían subsistido durante meses con lo que habían ido
encontrando. Jürgen le preguntó por el resto de su familia. Quería
darles las gracias por haberle salvado la vida. La muchacha recogió
el cuenco de la comida, le dio un beso en la frente y se marchó
sonriendo.
Pasaron
más días, puede que semanas, y el muchacho no pensaba apenas en la
guerra. En aquellos días, le parecía algo lejano y horrible que
estaba pasando en un mundo muy diferente al que él habitaba. En su
mundo solo vivían Olya y él, y los días duraban poco menos de una
hora. En su lugar, otras preocupaciones empezaron a tomar cuerpo en
su cabeza. Le preocupaba su estado. Seguía sin poder moverse, y,
aunque la chica le había tranquilizado acerca de su salud, temía lo
que pudiera encontrar si levantaba las mantas que le arropaban.
Había
intentado preguntar a Olya sin tapujos si había perdido las piernas
o alguna otra parte de su cuerpo, pero la muchacha sólo le
contestaba con sonrisas y evasivas. Le traía comida, le hablaba, le
escuchaba y se marchaba sonriendo. Nunca contestaba a sus preguntas,
y Jürgen empezaba a preguntarse si no había algo que la muchacha no
le quisiera contar. Un día discutieron por su insistencia, y la
chica se marchó sin darle la comida. Jürgen se sintió mal, y no
por no haber comido precisamente, si no por haber molestado a aquél
ángel que le cuidaba cada día. Pasó muchas más horas despierto
por la noche de lo normal, sobrecogido por el remordimiento y la
angustia al pensar que quizá la muchacha no volviera al día
siguiente. Sin embargo, Olya volvió.
Volvió
sin comida, y con la mirada perdida, pero volvió. Las ojeras
denotaban que había dormido poco, y la rojez de sus ojos que había
estado llorando. Jürgen intento disculparse en una triste mezcla de
su lengua materna y el poco ruso aprendido durante aquél tiempo,
pero la muchacha no parecía escucharle. En lugar de eso, se puso a
hablar con la mirada clavada en el infinito. Habló durante más de
una hora, y Jürgen entendió, como pudo, la historia que su amiga,
pues así la consideraba, le contó. Le contó como su padre y su
hermano habían muerto a manos de los soldados alemanes cuando le
sorprendieron recogiendo leña para hacer fuego en la granja. Como
estos habían llegado hasta la granja, las habían violado a su madre
y a ella y habían matado a todos los animales. También le contó
como su madre había enfermado y muerto sólo unos días después
dejando a Olya sola, al borde de la desesperación. Y por último, le
hbló de cómo le había encontrado a unos cientos de metros de la
granja y le había arrastrado a duras penas hasta aquella habitación
y aquella cama, preocupándose de cuidarle.
Jürgen
escuchó a la muchacha y lloró como hacía años que no lloraba.
Lloró de tristeza por ella y por su familia, pero sobre todo lloró
de rabia y de vergüenza por lo que sus compañeros habían hecho.
Sintió asco por lo que representaba la chaqueta que colgaba de la
silla junto a la cama, y tuvo que apartar la mirada de Olya cuando
esta le dio un beso y se marchó. Ni siquiera pensó en decirle nada
de la comida, pues dudaba que su estómago fuera a aceptarla. No
durmió en toda la noche.
Al
día siguiente, la muchacha le visitó por la mañana, sin comida y
extrañamente radiante. Reía sin parar, e incluso le preguntó si
tenía novia (“U tebya est lyubimaya?”) y le dio un beso en los
labios. Habló sin parar durante una media hora y luego se marchó
canturreando una canción. Jürgen pensó que volvería con comida
después, pero no lo hizo. Finalmente el sueño venció al vacío de
estómago, y se dejó llevar por la oscuridad.
En
mitad de la noche se despertó, y Olya estaba sentada junto a él,
mirándole fijamente. Se asustó al ver que la muchacha estaba
llorando, y trató de moverse sin conseguirlo. La chica habló, de
nuevo mirando al infinito, y le contó otra vez la misma historia
acerca de la muerte de su familia. Jürgen escuchó. Olya habló y se
marchó, y el chico no pudo volver a dormir en toda la noche.
Por
la mañana, la chica volvió a aparecer feliz y radiante. Cantó,
tarareó, y volvió a insistir a Jürgen acerca de lo de la novia.
Cuando este, haciendo acopio de sus conocimientos de ruso le pudo
decir que tenía hambre (“Ya hochu est.”), Olya rió y le dio un
beso en la frente. Le dijo algo que el muchacho no entendió. Algo
acerca de que la comida era para dormir. Se marchó riendo divertida
y de nuevo no volvió en todo el día. Jürgen se sentía con hambre
y muy débil, pero finalmente, se durmió.
Cuando
se despertó por la noche, le dolía mucho el estómago, y pensó que
era por el hambre. Cuando abrió los ojos, se horrorizó por lo que
vio. Olya había retirado las mantas, y estaba abriendo su tripa con
un cuchillo enorme. Estaba cortándole trozos de carne y dejándola
en una bandeja que ocupaba el lugar que deberían haber ocupado sus
piernas, en caso de tenerlas. Sin embargo, todo lo que quedaba de
Jürgen era su tronco con la tripa abierta. No tenía piernas ni
brazos, y cuando la muchacha le sonrió cariñosa con las manos
llenas de sangre, Jürgen pensó en demasiadas cosas a la vez.
Pensó
en la carne que había comido durante aquellos días. Pensó en que
los soldados alemanes, sus compañeros, habían matado a los animales
de la familia. Pensó en que desde que no comía, no dormía tanto, y
en que Olya le había dicho que la comida era para dormir.
Pensó
en que, si hubiera hablado ruso, aquella primera frase que incluía
las palabras “comida” y suficiente” no hubiera significado lo
que en un primer momento había entendido.
Pensó
en que, durante aquél tiempo, la comida suficiente había sido él.
Luego,
dejó de pensar.