domingo, 16 de marzo de 2008

La Mansión II. Nunca supe que sabía a lo que habia venido

“Nunca supe que sabía a lo que había venido. Cuando la vi atravesar la puerta de mi oficina, aquella lluviosa tarde, supe al instante que aquella muchacha de ojos tristes iba a traerme complicaciones. Era una mujer de la que uno podría enamorarse fácilmente. Era una mujer por la que uno querría morir, o matar.
De todas formas, llevaba bastante tiempo sin ningún caso que mereciera la pena, y tampoco he sabido nunca negarle un favor a una dama, ni siquiera a una tan peligrosa como aquella...”

Decidí que era una pérdida de tiempo seguir leyendo, así que arrojé el libro sobre la mesa. Todos los malditos libros de Sam Philips eran iguales, ni siquiera sabía por que coño los seguía leyendo. El gilipollas siempre se enamoraba de la primera rubia que entraba a su despacho y siempre acababa metido en asuntos turbios por su culpa. A la mierda.

Eran las tres de la mañana y la cabeza ya me dolía considerablemente. Había conseguido terminar con la botella de Jack Daniel’s en un tiempo record y ahora pagaba las consecuencias. No me importaba, al principio me había parecido un precio justo a cambio de olvidarme del puñetero crío (¿es usted uno de los señores que está quitando los muebles de “La Manzión”?), pero no me lo podía quitar de la cabeza. El puñetero crío, su madre, y todos los pueblerinos del mundo parecían estar bailando en mi cabeza. Decidí que lo mejor sería ir a la cama.

Mientras me metía en la cama, me acordé de la grabadora. La había guardado en el chaleco por la tarde, y la había olvidado. La grabadora había aparecido en el cajón de la mesa del despacho, y la verdad es que era un aparato bien chulo. Era un modelo Sony bastante moderno, mucho mejor que la mía vieja, así que en cuanto la vi pensé en Michael. A él le había encantado la mía un día que la encontró jugando, por casa, así que seguro que cuando le llevara ésta iba a alucinar. Cuando la encontré no quise que Phil la viera, no sé por qué, pero sabía que si la veía la querría para él. La había encontrado yo, era mía.
Me levanté, fui hasta la silla en la que había dejado el chaleco al llegar a casa empapado.

Saqué la grabadora, me pregunté que habría grabado. Si es que había algo, claro. Seguramente notas de alguna reunión, o alguna otra chorrada. Le di al play, más por aburrimiento que por otra cosa:

“Me llamo Robert C. Straub, y hoy es 16 de enero de 1998. Comienzo esta grabación justo cuando hace un mes que me he trasladado a vivir a Derry, a la casa que he heredado de mi tío Richard Straub, que desgraciadamente ha muerto hace tres meses a causa de un paro cardiaco. Desgraciadamente para quién le conociera, claro, porque la fortuna me ha sonreído con esta herencia. “

“Ayer encontré un diario guardado en un cajón del escritorio. Parecen ser las paranoias del viejo, al menos eso parece tras las primeras páginas. Habla sin parar de una tal Marta, creo que sería su mujer. Es extraño, se refiere constantemente a ella, y sin embargo, en otras ocasiones dice que vive sólo. Es curioso, seguiré leyendo.”

Pues yo no pensaba seguir escuchando. Venga, joder, tenía cosas mejores que hacer que escuchar a un tío que no conocía leyendo el diario de otro tío al que tampoco conocía. Dejé la grabadora en la mesilla, y cogí el libro de nuevo. A estas alturas el sueño me había abandonado por completo y quería saber si esta vez me había equivocado con Sam Philips. Quería saber si por una vez habría sido capaz de no sucumbir a los encantos de la primera rubia que entrara a su oficina. Abrí directamente por la última página:

“Desde que la vi por primera vez, supe que aquella mujer iba a traerme problemas. Ahora, con su marido muerto en el suelo tras de mí, podía observar la maldad que encerraban aquellos ojos azules, fríos, tristes. Mientras me apuntaba con mi propio revolver, le daba las últimas caladas al cigarrillo que yo mismo había encendido hace un minuto. Nunca te fíes de una rubia de ojos tristes. Y nunca te enamores de ella.”

Lo imaginaba, menudo capullo.

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