domingo, 24 de noviembre de 2013

El aplauso (o ver en persona a Stephen King)


Hay multitud de tipos de aplausos, con miles de significados diferentes, tantos como personas han aplaudido alguna vez. Hay aplausos interesados, por compromiso, entusiastas, felices. El martes pasado aplaudí, y mucho, y voy a intentar explicar el significado.

Hace aproximadamente dos meses supe, a través de un mail de noticias, que Stephen King iba a presentar su último libro, Doctor Sueño, en tres ciudades europeas. Concretamente en París, Munich y Hamburgo. King no es muy dado a las promociones ni a las giras, ni siquiera dentro de su propio país. De hecho, era la primera vez que hacía una promoción de este tipo en la Europa continental. Se trataba, pues, de una de esas ocasiones que puede que solo se den una vez en la vida. Busqué billetes de avión, hotel, y conseguí entradas para el evento de Munich.

Por fin llegó el día más esperado. El día 19. Sí, tenía que ser, lógicamente, un día 19 (Todas las cosas sirven al Haz, digamos gracias). Un día frío y mojado en una ciudad lejana y maravillosa como es la capital Bávara. Cuatro horas de espera haciendo cola, y muchas más de nervios pensando en el momento que había de llegar. Y por fin, el teatro. Por fin, la presentación. Por fin, la cortina, las luces, las escaleras y el escenario.

Por fin, el APLAUSO.






Muchas personas me han preguntado si conseguí una firma en algún ejemplar del libro, o una foto con mi ídolo. Y lo entiendo, pues seguramente yo hubiera preguntado lo mismo en su lugar. Y no, no conseguí una firma ni una foto con él. Hubiera sido genial, claro. Pero no me importaba. No había ido para eso. No había ido para "conseguir" algo. Me explico:

Cuando asistimos a cualquier evento (un partido de fútbol, un concierto, una película, lo que sea) esperamos recibir algo. Una alegría en forma de victoria de los nuestros, un buen rato de entretenimiento en el cine, una noche inolvidable escuchando algunos de nuestros temas favoritos. Yo, en esta ocasión, esperaba simplemente tener la oportunidad de dar algo. O de devolverlo, mejor dicho.

Stephen King ofreció una entrevista y muchos ratos divertidos la noche del martes. Contó anécdotas, bromeó con el público, y habló, largo y tendido, de sus miedos y su forma de enfrentarlos. También leyó un extracto de su novela (uno de los momentos más emocionantes e inolvidables que he vivido como espectador). Todo eso fue genial. Pero todo eso tuvo sentido solo por el aplauso del principio. Hubiera pagado solo por tener la oportunidad de darle ese aplauso. Hubiera recorrido la distancia hasta Munich una y otra vez solo por poder vivir ese momento.

Por que ese aplauso significaba, entre otras muchas cosas, GRACIAS. Gracias por miles de horas de diversión, tensión y emoción con cada frase. Gracias por cientos de historias maravillosas, y por la compañía que me han hecho durante los últimos veinte años. Gracias por cada personaje, por cada giro sorprendente, por cada miedo. Gracias por los payasos, los perros rabiosos, los asesinos, los gorriones, hasta por las arañas. Gracias por It, por Corazones en la Atlántida, por El Resplandor, por 22/11/63, por Un saco de huesos, por La larga marcha. Gracias por La Torre Oscura.

Fui hasta Munich solo para vivir ese momento. Para tener a Stephen King delante y poder aplaudirle hasta que me dolieran las manos. Para poder decirle, de todo corazón:

GRACIAS, STEVE.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Yo tengo un sueño


"Yo tengo un sueño: que un día pequeños niños negros y pequeñas niñas negras serán capaces de unir sus manos con pequeños niños blancos y niñas blancas como hermanos y hermanas.

¡Yo tengo un sueño hoy!"





Hace cincuenta años, el 28 de agosto de 1963, Martin Luther King pronunció su famoso discurso "I have a dream" en las escaleras del monumento a Lincoln, en Washington. Lo hacía durante la Marcha en Washington por el trabajo y la libertad, y se convirtió en todo un símbolo del movimiento por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos. 

Luther King tenía un sueño. Soñaba con un país, un mundo, en el que a las personas no se las discriminara por el color de su piel. Un mundo en el que imperara la justicia y la igualdad, en el que los seres humanos fueran simplemente seres humanos, sin distinciones. Cincuenta años después, se han ganado muchas batallas por la lucha de esa igualdad racial con la que King soñó. Se han derribado muchas barreras que seguían convirtiendo el color de la piel en motivo de discriminación... ¡un negro es Presidente de los Estados Unidos! 

Sin embargo, quedan muchas batallas por ganar. En el país de Obama, en Europa, en el tercer mundo. En cada rincón. 

Cada día, millones de mujeres son discriminadas, vejadas, humilladas y maltratadas de alguna forma solo por el hecho de ser mujeres. Cada día, millones de personas son atacadas e incluso asesinadas por el hecho de ser homosexuales. Cada día, millones de niños sufren abusos, pasan hambre, son obligados a luchar en guerras o a prostituirse por haber nacido en un país y no en otro. 

Cada día. Por eso no podemos descansar. Por eso no podemos dejar de luchar ni un solo segundo. 

Cada maltrato a una mujer es un maltrato a TODOS, hombres y  mujeres.

Cada agresión a un homosexual es una agresión a TODOS, heteros y homos.

Cada lágrima de un niño en cualquier lugar del mundo es una lágrima de mi hija, de TODOS los niños.

Por eso, no podemos permitirnos dejar de soñar. 


Yo tengo un sueño:

Que mi hija crecerá en un mundo en el que tendrá las mismas oportunidades que los hombres, y en el que solo será juzgada por lo que es como persona. Que crecerá en un mundo en el que no discriminará a nadie por su condición sexual, ni será discriminada por ello. Que crecerá en un mundo justo, y por eso voy a pelear. Por eso no dejaré nunca de soñar.

Yo tengo un sueño hoy.


domingo, 8 de julio de 2012

De un desencuentro en una taberna



De un desencuentro en una taberna

-¡No, no, no, y un millón de veces no! -bramó junto a la barra una voz que el elfo reconoció al instante- ¡No toleraré que se mancille el nombre de la Dama Blanca!

Legolas se levantó de su asiento en la mesa junto a la entrada de la taberna con su acostumbrada rapidez, y antes de que las primeras jarras de cerveza hubieran empezado a sobrevolar su cabeza ya se había situado junto a su amigo. Apartó a Gimli con un empujón de la embestida de tres enanos furibundos y levantó una mesa justo a tiempo de que éstos estrellaran sus frentes contra ella. Saltó grácilmente sobre sus cuerpos quejumbrosos y con un relampageante movimiento sacó el arco y cargó una de las flechas.

-¡Gimli, ¿estás bien, mi tozudo amigo? -preguntó en voz alta para hacerse oír sobre el estruendo del lugar.
-¡Mejor que bien, orejudo!-contestó el enano mientras sacaba su hacha- Y si tú no te hubieras entrometido de mala manera, les habría bajado los humos a esos borrachos blasfemos. ¡Insultar a Galadriel, la resplandeciente, en mi presencia! ¡Por las barbas del gran Durin!
-Te pido que guardes el hacha, Gimli hijo de Gloin, pues aún conservo la esperanza de que nadie tenga que salir herido de este desafortunado altercado.
-¡Guardaré mi hacha cuando estos bocazas se traguen sus palabras!

Y dicho ésto, Gimli embistió como un rinoceronte acorralado contra un grupo de enanos que sacaban a su vez sus armas. Con un gesto practicado miles de veces, Legolas disparó tres flechas que desarmaron a los primeros enanos del grupo. Casi simultáneamente, agarró a Gimli por la capucha de su capa y tiró de él hacia arriba, posandole contra su voluntad sobre una de las mesas del local.

-¡Déjame darles su merecido, condenado tiraflechas!
-¡Estoy seguro de que mi señora Galadriel valorará tu lealtad y devoción, pero dudo mucho que desee que mueras en una pelea absurda defendiendo su honor!.

Haciendo gala de una fuerza que, debido a su porte ligero y elegante, no se les suele imaginar a los elfos, lanzó a Gimli por el aire y a través de una ventana elevada que quedaba a unos metros a su izquierda. Acto seguido, saltó con habilidad pisando las cabezas de los enanos que intentaban, infructuosamente, sujetar sus pies o sus ropajes cuando les pisaba la coronilla. Uno de ellos, incluso, lanzó un mordisco desesperado que dio con varios de sus dientes correteando por el mojado suelo del loca. Se colgó de una viga y, tras darse el impulso adecuado, saltó a través de la misma ventana. Al caer fuera, vio como Gimli se dirigía hacía la puerta de la taberna hacha en mano y dispuesto a seguir con la contienda. Dos de sus flechas surcaron el aire, y no solo le arrancaron el arma de las manos al enano con limpieza si no que la clavaron en las dos hojas de la puerta del lugar, impidiendo la salida de la rugiente turba del interior.

-¡Vamos! -dijo agarrando a Gimli de la solapa y tirando de él en dirección contraria a la pelea- Para cuando logren salir por la ventana, estaremos lejos de aquí.
-¿Y mi hacha? ¿Y mi honor? -Legolas le miró con fuego en los ojos, y ésto ocurría rara vez- Vale, solo el hacha. ¡Es un recuerdo de familia! Mi padre la usó para dar muerte a Smaug en la...
-De acuerdo, cabeza de chorlito, cogeremos el hacha. Tú monta en el caballo y espérame. ¡Ya!

Gimli obedeció a su amigo no sin refunfuñar por lo bajo por dónde podía éste meterse sus órdenes. Montó en el caballo que les llevaba a ambos, y se alejó de la taberna de forma que al salir se le viera enseguida. Cuando los primeros enanos empezaron a salir por la ventana, no tardaron en echar a correr hacia él entre rugidos y temibles gritos. Una vez que la mayoría de ellos estuvieron fuera, Legolas se dejó caer desde el tejado, cogió el hacha clavada en la puerta y una vez más saltó de cabeza en cabeza hasta llegar al caballo. Tomó las riendas, habló a su montura en lengua élfica y le dijo a su compañero que se agarrara a su cintura.

Cuando Legolas espoleó al caballo en dirección al Bosque Negro, todavía tuvo que sujetar con el brazo a un Gimli que trataba de saltar del corcel mientras gritaba:

-¡Nadie ultraja el nombre de mi señora Galadriel sin recibir su merecidoooooo!

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Tenía la sensación de haber escuchado tantas veces esa canción



Tenía la sensación de haber escuchado tantas veces esa canción que no creía que pudiera descubrir en ella nada nuevo. Aún así, pensó que nunca la había escuchado como se merecía, y estaba dispuesta a darle una oportunidad diferente.

Sacó el CD de su caja y lo colocó con cuidado en la cadena. Después, y sin darle al play, encendió las velas que había colocado en los estantes de la habitación y en la mesilla. Disfrutó del olor de la canela y la vainilla mientras daba un trago a su copa de vino. La dejó en la mesilla, se tumbó en la cama y, entonces sí, pulsó el botón adecuado del mando a distancia. Cerró los ojos y empezó a dejarse invadir por el sonido suave de la percusión y por aquella melodía envolvente. El calor del vino le subía desde el estómago hasta el pecho y la cabeza, embriagando todo a su alrededor, y la música empezó a acariciarle los tobillos. Sólo en ese momento pensó en que nunca se había dado cuenta de lo erótica que podía resultar aquella pieza. Sí, erótica. Incluso se sobresaltó un poco al pensar en que pudiera sentir esa calidez después de tanto tiempo.

Sin apenas pensar en lo que hacía, una de sus manos comenzó a acariciar su pecho por encima de la camiseta. Apenas un roce, suave, estremecedor, que provocó un pequeño suspiro en sus labios entreabiertos. Normalmente, era mucho más directa a la hora de darse placer. No solía dedicarse mucho tiempo, ni entretenerse en caricias preliminares, pero esta ocasión era diferente. Esta vez, el vino y la música estaban haciendo su trabajo. Y la mano que rozaba su pezón, endurecido y anhelante, no era la suya, si no la de él. La mano que acariciaba su pecho, que jugaba con su contorno, que lo apretaba con suavidad, era una mano que conocía bien, porque lo había hecho en muchas ocasiones, pero no era la suya. Ni siquiera los dedos que subieron por su cuello hasta su boca, para que pudiera morderlos en las yemas y mojarlos con la lengua eran los suyos. Eran de la bebida, de la música y de él.

Los instrumentos de viento seguían ensartando la melodía, yendo y viniendo, atreviéndose a escalar desde sus tobillos hasta la parte posterior de sus rodillas, obligándola a abrir las piernas ligeramente para sentir su calor ascendente. Una de sus manos se había adentrado en su camiseta, y exploraba su tripa suave, su cadera, sus senos que temblaban a cada golpe de respiración. Más instrumentos se sumaban, aceleraban, giraban sobre sí mismos, inspirando a la mano atrevida a llegar más allá. Baja más, sube más. Es tu cuerpo y no lo es. Juega con él. Sé mala, sé buena. Sé muy mala. Baja hasta la línea de la ropa interior. Sí, ahí, justo ahí. Baja un centímetro más, acaricia, con suavidad, siente como tiembla...

Un jadeo se escapó de su boca cuando bajó de la línea prohibida. Un dedo se enredó juguetón en su escaso vello, y amenazó con encontrarse con su sexo, aunque en el último momento se retiró, lo que la excitó hasta un nivel que no creía posible en su timidez. La música, de alguna manera, era más fuerte, más insistente, le apretaba más el pulso en la sien y en la punta de los dedos. La empujaba a seguir, a dejarse llevar, a morderse los labios y arquearse en la cama. Dios, echaba tanto de menos unos labios a los que besar...
Metió por fin la mano dentro de su ropa interior, y se sorprendió de la humedad que encontró allí. Un gemido trepó por su pecho y a través de su garganta hasta estallar con la música cuando sus dedos curiosos comenzaron a jugar, primero uno, luego dos. Y de nuevo no era su mano, si no la de él, que siempre sabía cuando acariciar, cuando entrar, cuando amagar con llenarla completamente.

Abrió los ojos y allí estaba él, tendido a su lado. “Estás aquí”. “Sí”. “¿Por qué?” “Por la música. Y por el vino”. La besó, y sus bocas volvieron a unirse como entonces. Sus lenguas pelearon por invadir el espacio que la otra ocupaba, mezclando la saliva con la cadencia de los instrumentos que se sumaban a escalera de notas y matices que ya le envolvía las caderas. Su mano, esta vez sí, la de él, se abrió paso entre sus piernas y la llenó de calidez. Y ella se dejó llevar, sabiendo que él estaba allí por la música, y por el vino, pero también porque le había deseado. Y deseó más, deseó que no fueran sus dedos los que se abrían paso en su interior.

Le atrajo hacia sí, sobre ella, y disfrutó del peso que creía haber olvidado. El exacto de su cuerpo, desnudo, como desnuda estaba ella. Aquello que escuchaba podía ser un oboe. Sí, podía, o podía ser su respiración entrecortada. Un jadeo, su nombre susurrado, un mordisco en el cuello. El cuello, había olvidado lo sensible que era su cuello, cómo reaccionaba a sus labios como si fueran descargas eléctricas. Acarició sus brazos fuertes, su espalda, sus abdominales marcados, y bajó con impaciencia sus manos a su entrepierna. Se mordió los labios al comprobar su dureza y su calor. Estaba duro por la música, por el vino, y por ella.

Abrió las piernas para dejarle sitio, y con sus manos le guió. Echó la cabeza hacia atrás cuando sintió cómo la penetraba, cómo la poseía despacio, cómo llegaba hasta el fondo para después escapar de nuevo. La música les empujaba, acelerando el ritmo, apremiando con tambores y timbales el momento. Los besos dolían y sus lenguas querían devorar cada centímetro de piel a su alcance. Cada vez le sentía más rápido, más profundo. Clavó sus uñas en la espalda sudorosa, y se agarró a él como si cayeran por un precipicio. Y caían, la música en su pecho hinchado y el vino mareando sus sentidos les hacían caer.

Se dejó ir, ayudando con sus manos a que él empujara más fuerte, a que entrara más dentro de ella. Y al final ya no hubo amor, ni velas ni ternura, si no sexo, salvaje, anhelante, lleno de locura y pasión. La música marco el ritmo, su ritmo, el ritmo de los dos. Desea, acelera, empuja, muerde, clava, sí...

ahhhhhhhhhhhhh....

El orgasmo fue tan fuerte que creyó que iba a desmayarse. Cerró los ojos, se agarró con fuerza a las sábanas debajo de su cuerpo y disfrutó de los espasmos, que la hacían estremecer desde los tobillos a los hombros. Espasmos que acompañaban a los orgasmos más intensos y húmedos que recordaba haber tenido, siempre con él, aunque ahora no estaba él.

Pero había estado. Por la música, por el vino, y por que ella le había deseado.




domingo, 11 de diciembre de 2011

No sabía que en la guerra...



No sabía que en la guerra hay monstruos más terribles que el hombre. No sabía hasta qué punto el hambre, la soledad, y sobre todo, el frío, pueden volver loco a una persona. Lo había visto en muchos de sus compañeros, y no solo en los que se habían suicidado. No sabía ninguna de estas cosas cuando se enroló en la Werhmacht con dieciséis años. Ni siquiera cuando fue asignado a la Operación Barbarroja un año más tarde, Jürgen tenía la menor idea de lo que la guerra podía llegar a significar. Cuatro meses después, sabía cosas que nunca hubiera querido aprender.

Las primeras semanas de campaña fueron relativamente fáciles. Tal y como el Führer había previsto, el Ejército Rojo cedió terreno y hombres con demasiada facilidad. La Luftwaffe destrozó la maquinaria de tierra enemiga, y los panzer del Reich masacraron las líneas de defensa cerca del río Dniéper. La división en la que se encontraba Jürgen avanzó imparable junto con el ejército del sur hasta situarse a las puertas de Kiev, donde ellos, los guerreros de la raza aria, obtuvieron una victoria guiados por la visionaria mano del Führer. Los ciudadanos saludaron a las tropas libertadoras con flores, y el ejército soviético sufrió una derrota total. Más de medio millón de soldados bolcheviques, según se decía entre las tropas, fueron ajusticiados, y otros tantos usados como mano de obra para la construcción de vías de suministro para el frente de batalla.

La euforia se desató entre las tropas. Tal y como Hitler había predicho, pronto Rusia estaría rendida a sus pies. Y después de Rusia, el resto del mundo. Jürgen se sentía pletórico y poderoso cuando les comunicaron que se dirigían hacia Moscú. Él, un humilde campesino de un pueblo cercano a koblenz, iba a participar de la caída de aquél gigante con pies de barro que amenazaba la supremacía de su país. Sí, en Septiembre de 1941, Jürgen se sentía pletórico. Tres meses después, vagaba solo y medio muerto entre la nieve y los cadáveres.

Cuando las tropas se pusieron en marcha hacia Moscú, había entre los soldados cierta preocupación por la llegada del invierno. Escaseaba la comida, y la única ropa de abrigo con la que contaban era la que requisaban a los campesinos locales. Sin embargo, la noticia de que a mitad de camino de la capital les esperaba un envío de víveres animó la expedición. Apresuraron la marcha y se abrieron camino entre las primeras nieves del invierno, sólo para descubrir a su paso desolación y muerte. Al parecer, los bolcheviques habían destruido todo en su huida. Las carreteras destrozadas, las casas derruidas y los campos arrasados se tomaron como un signo de rendición total entre las tropas, que sentían como próximo el éxito de aquella contienda. Casi no les quedaba comida, y la temperatura había bajado mucho en los últimos días, pero Jürgen estaba seguro de que pronto llegarían la comida y las ropas prometidas.

Pasaron dos semanas más, y los víveres no llegaron. Los termómetros, que sólo llegaban a los treinta grados bajo cero, habían dejado de ser útiles unos días atrás. La nieve cubría todo el panorama hasta donde la vista alcanzaba, y muchos soldados enfermaron y murieron por el hambre y el frío. También sufrieron algunas bajas por ataques de guerrilleros y minas escondidas en su camino, pero el frío era sin duda su peor enemigo. No había nada comestible a su alcance, y para cuando los mandos de su división se dieron cuenta de que aquella destrucción dejada por los soviéticos no era signo de rendición, era demasiado tarde. Se encontraban a más de un mes de marcha de Moscú, y el esperado envío de suministros había quedado en una fantasía infundada.

Varias subdivisiones, entre ellas aquella en la que estaba Jürgen, se escindieron del grupo principal, tomando la decisión de volver a Kiev en busca de refugio. Tras un enfrentamiento con el mando de la división en el que murieron muchos hombres, un grupo formado por dos sargentos y unos treinta soldados, entre los que él se encontraba, partieron hacia el sur. Sólo nueve días después, treinta y uno de los miembros de aquella expedición desesperada habían muerto congelados, de inanición o se habían suicidado. Sólo Jürgen vagaba por la nieve, sin rumbo fijo, y con la piel llena de heridas por el viento y la humedad. Cuando tras dos días de caminar en solitario tropezó con una raíz y cayó sobre la nieve, si siquiera tuvo fuerzas para acercarse su luger a la cabeza y acabar con aquella agonía. Sólo quería dormir, pensó. Dormir, morir, nada le importaba ya. Después se sumió en la oscuridad.

Un tiempo después, no sabía cuanto, Jürgen escuchó una voz dulce que le hablaba entre las tinieblas. No entendía lo que decía, pero quería escuchar, quería acercarse a aquella voz. Si había muerto, puede que le estuviera llamando desde las puertas del cielo de los guerreros. Hizo un esfuerzo por emerger, y la voz se tornó sonora y real. Finalmente abrió los ojos, martilleados por un terrible dolor de cabeza, y descubrió que no estaba muerto.

Se encontraba tendido en una cama, en una habitación de madera. Como tenía la cabeza elevada por una almohada, pudo ver que estaba tapado por mantas hasta el cuello. Intento mover el cuerpo pero no lo consiguió. La voz que le había despertado se acercó a él como una bella muchacha de tez pálida y cabellos negros como la noche, que se asomó a su campo de visión y volvió a hablarle.

  • Ty menya ponimayesh? -le dijo la muchacha.- Ty govorish po russki?

Jürgen consiguió mover un poco la cabeza, y negó en señal de que no entendía. Intentó hablar, pero tenía la garganta tan dolorida que le fue imposible articular sonido. La muchacha, en vista de que no la estaba entendiendo, se señaló con el dedo y se presentó.

  • Menya zovut Olya. Olya.- enseño a Jürgen una chapa identificadora que había encontrado entre su ropa y le señaló preguntando- ¿Jürgen?

El muchacho asintió, y una sonrisa iluminó a la muchacha. Era hermosa, y siguió hablando. De todo lo que dijo, Jürgen solo entendió las palabras “Obiéd” y “Jvátit”. Comida y suficiente. Dio gracias al cielo y a la muchacha por aquello. La joven salió de la habitación y al poco volvió con un cuenco de madera y una cuchara. Le dio de comer un poco de sopa caliente y algunos trozos de carne, y después se marchó haciéndole gestos de que debía descansar. Desde la puerta se giró y le dijo “Ty ochen krasivy”. Si el poco ruso que Jürgen comprendía no le engañaba, le había dicho que era muy guapo.

Pasaron los días, siempre con la misma rutina. Él dormía, la mayor parte del tiempo, y de vez en cuando, Olya le visitaba y le llevaba comida. A veces la muchacha se sentaba a su lado y le hablaba, y a pesar de que apenas entendía palabras y frases sueltas, a Jürgen le encantaba recibir su visita. La escuchaba hablar durante minutos, pensando en lo hermosa que era, y en lo que le gustaría poder entenderla y hablar con ella. Había aprendido ya varias palabras como “gracias”, “por favor” o “buenos días”, y le gustaba emplearlas para complacer a Olya. En otras ocasiones, él le hablaba, en alemán, de su familia y de su granja, y la muchacha escuchaba sonriente. Al rato se marchaba, y Jürgen volvía a dormitar en la oscuridad.

Una tarde, le intentó preguntar a Olya por el lugar en el que se encontraban. No había visto a nadie más que la muchacha, por lo que no creía que se tratase de ningún tipo de hospital. Pudo entender, por lo que le explicó la chica, que estaban en una especie de granja. La familia de la chica había conseguido mantenerla escondida y a salvo de la guerra, camuflando los caminos que llevaban hasta ella, y habían subsistido durante meses con lo que habían ido encontrando. Jürgen le preguntó por el resto de su familia. Quería darles las gracias por haberle salvado la vida. La muchacha recogió el cuenco de la comida, le dio un beso en la frente y se marchó sonriendo.

Pasaron más días, puede que semanas, y el muchacho no pensaba apenas en la guerra. En aquellos días, le parecía algo lejano y horrible que estaba pasando en un mundo muy diferente al que él habitaba. En su mundo solo vivían Olya y él, y los días duraban poco menos de una hora. En su lugar, otras preocupaciones empezaron a tomar cuerpo en su cabeza. Le preocupaba su estado. Seguía sin poder moverse, y, aunque la chica le había tranquilizado acerca de su salud, temía lo que pudiera encontrar si levantaba las mantas que le arropaban.

Había intentado preguntar a Olya sin tapujos si había perdido las piernas o alguna otra parte de su cuerpo, pero la muchacha sólo le contestaba con sonrisas y evasivas. Le traía comida, le hablaba, le escuchaba y se marchaba sonriendo. Nunca contestaba a sus preguntas, y Jürgen empezaba a preguntarse si no había algo que la muchacha no le quisiera contar. Un día discutieron por su insistencia, y la chica se marchó sin darle la comida. Jürgen se sintió mal, y no por no haber comido precisamente, si no por haber molestado a aquél ángel que le cuidaba cada día. Pasó muchas más horas despierto por la noche de lo normal, sobrecogido por el remordimiento y la angustia al pensar que quizá la muchacha no volviera al día siguiente. Sin embargo, Olya volvió.

Volvió sin comida, y con la mirada perdida, pero volvió. Las ojeras denotaban que había dormido poco, y la rojez de sus ojos que había estado llorando. Jürgen intento disculparse en una triste mezcla de su lengua materna y el poco ruso aprendido durante aquél tiempo, pero la muchacha no parecía escucharle. En lugar de eso, se puso a hablar con la mirada clavada en el infinito. Habló durante más de una hora, y Jürgen entendió, como pudo, la historia que su amiga, pues así la consideraba, le contó. Le contó como su padre y su hermano habían muerto a manos de los soldados alemanes cuando le sorprendieron recogiendo leña para hacer fuego en la granja. Como estos habían llegado hasta la granja, las habían violado a su madre y a ella y habían matado a todos los animales. También le contó como su madre había enfermado y muerto sólo unos días después dejando a Olya sola, al borde de la desesperación. Y por último, le hbló de cómo le había encontrado a unos cientos de metros de la granja y le había arrastrado a duras penas hasta aquella habitación y aquella cama, preocupándose de cuidarle.

Jürgen escuchó a la muchacha y lloró como hacía años que no lloraba. Lloró de tristeza por ella y por su familia, pero sobre todo lloró de rabia y de vergüenza por lo que sus compañeros habían hecho. Sintió asco por lo que representaba la chaqueta que colgaba de la silla junto a la cama, y tuvo que apartar la mirada de Olya cuando esta le dio un beso y se marchó. Ni siquiera pensó en decirle nada de la comida, pues dudaba que su estómago fuera a aceptarla. No durmió en toda la noche.

Al día siguiente, la muchacha le visitó por la mañana, sin comida y extrañamente radiante. Reía sin parar, e incluso le preguntó si tenía novia (“U tebya est lyubimaya?”) y le dio un beso en los labios. Habló sin parar durante una media hora y luego se marchó canturreando una canción. Jürgen pensó que volvería con comida después, pero no lo hizo. Finalmente el sueño venció al vacío de estómago, y se dejó llevar por la oscuridad.

En mitad de la noche se despertó, y Olya estaba sentada junto a él, mirándole fijamente. Se asustó al ver que la muchacha estaba llorando, y trató de moverse sin conseguirlo. La chica habló, de nuevo mirando al infinito, y le contó otra vez la misma historia acerca de la muerte de su familia. Jürgen escuchó. Olya habló y se marchó, y el chico no pudo volver a dormir en toda la noche.

Por la mañana, la chica volvió a aparecer feliz y radiante. Cantó, tarareó, y volvió a insistir a Jürgen acerca de lo de la novia. Cuando este, haciendo acopio de sus conocimientos de ruso le pudo decir que tenía hambre (“Ya hochu est.”), Olya rió y le dio un beso en la frente. Le dijo algo que el muchacho no entendió. Algo acerca de que la comida era para dormir. Se marchó riendo divertida y de nuevo no volvió en todo el día. Jürgen se sentía con hambre y muy débil, pero finalmente, se durmió.

Cuando se despertó por la noche, le dolía mucho el estómago, y pensó que era por el hambre. Cuando abrió los ojos, se horrorizó por lo que vio. Olya había retirado las mantas, y estaba abriendo su tripa con un cuchillo enorme. Estaba cortándole trozos de carne y dejándola en una bandeja que ocupaba el lugar que deberían haber ocupado sus piernas, en caso de tenerlas. Sin embargo, todo lo que quedaba de Jürgen era su tronco con la tripa abierta. No tenía piernas ni brazos, y cuando la muchacha le sonrió cariñosa con las manos llenas de sangre, Jürgen pensó en demasiadas cosas a la vez.

Pensó en la carne que había comido durante aquellos días. Pensó en que los soldados alemanes, sus compañeros, habían matado a los animales de la familia. Pensó en que desde que no comía, no dormía tanto, y en que Olya le había dicho que la comida era para dormir.

Pensó en que, si hubiera hablado ruso, aquella primera frase que incluía las palabras “comida” y suficiente” no hubiera significado lo que en un primer momento había entendido.

Pensó en que, durante aquél tiempo, la comida suficiente había sido él.

Luego, dejó de pensar.





domingo, 4 de diciembre de 2011

Deseaba que fueras tú. Lo deseaba con toda mi alma




  • Deseaba que fueras tú. Lo deseaba con toda mi alma.
Kyle miró a Josh con una mueca de sorpresa desde el asiento de conductor del desvencijado Dodge de su padre.

  • ¿Qué pelotas te pasa, Josh? -Kyle estaba atravesando su fase de “pelotas”. Todo era “pelotas esto” o “pelotas aquello”, como antes había pasado sus fases de “cojones”, “narices” e incluso “caracoles”, que por suerte duró solo un par de semanas.- Te he llamado hace cinco minutos para avisarte de que venía, tío, ¿quién pelotas iba a ser?
  • Tranquilo, estaba ensayando para el estreno, estoy algo nervioso.
  • Tranquilo, Romeo, lo vas a clavar.
  • Sí, lo voy a hacer de pelotas, seguro.

Kyle rió la ocurrencia y arrancó el coche. Condujo a través del barrio residencial donde vivía Josh en dirección al instituto del que se despedirían al acabar el curso, un par de meses después. Al llegar, comprobó que el aparcamiento del JFK Memorial High School estaba prácticamente lleno. Tras dudar unos instantes, aparcó cerca de la entrada del gimnasio, en la esquina más alejada del auditorio.

  • Te sabes todo el papel, ¿no? -Preguntó a Josh, que miraba ausente por la ventana.
  • Casi todo, sí.
  • ¿Casi todo?
  • Tranquilo, sé lo que tengo que decir.
  • ¿Cómo que sabes lo que tienes que decir? -preguntó Kyle mientras seguía a su amigo entre los coches aparcados.- ¿Qué mierda de respuesta es esa?

En lugar de contestar, Josh le guiñó un ojo y entró por la puerta lateral del auditorio, sobre la que alguien había pegado una cartulina en la que ponía “Sólo miembros del helenco y personal autorizado”. Kyle se detuvo un momento en la falta de ortografía. Si aquello no lo había escrito Lornie, la jefa de cocina, él no se llamaba Kyle Vernon. Entró por la puerta y casi se cayó al tropezarse con Josh, que estaba parado en mitad del pasillo sin moverse.

  • ¿Qué pelotas...?

Y entonces, la vio. Paula Logan, Julieta, en la obra. El motivo por el que Josh se había quedado sin respiración. Apartó a este del pasillo para que no se chocara nadie más con él, llevándoselo al camerino de los chicos.

  • Te has quedado flipado, Joshy. Parece que nunca hubieras visto una chica.
  • Es preciosa, Kyle. Es una locura, cada vez que la miro se para el tiempo. -Aunque le hubiera nombrado, Josh en realidad estaba hablando solo. Soñando despierto en la luna de Marte, como hubiera dicho la madre de Kyle si hubiera estado allí en aquel instante.- No creo que pueda existir nada más hermoso en el mundo. Es...
  • Es la novia del capitán del equipo de fútbol. Fin de la historia, Romeo.
  • Sí, supongo. -Dijo Josh, y empezó a cambiarse de ropa.

Kyle le deseó mucha mierda, le dio un abrazo, y se fue a buscar un sitio en las primeras filas. Se sentó junto a los padres y la hermana de su amigo y pasó la siguiente media hora charlando con ellos mientras ojeaba el programa de la obra. Conocía a todos los del grupo de teatro, e incluso había asistido a varios de los ensayos, así que prácticamente se sabía el texto al dedillo. Las luces se apagaron, y, tras los primeros aplausos, el telón subió.

  • Ahí está Josh. -dijo su madre cuando se abrió el telón
  • shhh...

¿Por ventura amó hasta ahora mi corazón? ¡Ojos, desmentidlo! ¡Porque hasta la noche presente jamás conocí la verdadera hermosura!”

  • ¡Qué bonito!
  • ¡Shhhh!

La obra avanzaba hacia uno de los momentos favoritos de Kyle, la escena del balcón. Y allí estaba Romeo, hablándole a su Julieta, que le miraba desde la ventana con ojos de enamorada.

Pero, ¡silencio!, ¿qué resplandor se abre paso a través de aquella ventana? ¡Es el Oriente y Julieta, el sol! ¡Surge esplendente sol y mata a la envidiosa luna, lánguida y pálida de sentimiento porque tú, su doncella, eres mas hermosa que ella!

En verdad lo eres, mi Julieta, y no solo en la noche del estreno.”

Kyle se removió en el asiento incómodo. Él había estado en los ensayos, y aquello no estaba en la obra. Nadie a su alrededor parecía darse cuenta, al fin y al cabo no conocían la obra. Sólo él y el señor Harrison, el profesor de literatura, miraban extrañados al escenario, donde Josh seguía con su monólogo sin hacer caso del apuntador ni de la mirada extrañada de Paula.

Cada mañana, desde hace cuatro años, me he cruzado contigo por los pasillos y me he muerto un poco por dentro. Cada mañana, desde el primer día, en el que me enamoré de ti, me he aferrado a tu sonrisa para seguir viviendo, y he maldecido el viernes que te separaba de mí.”

Vale, definitivamente, aquello no era de Shakespeare. Josh estaba cometiendo alguna especie de locura, y Kyle no dejaba de mirar hacia la zona en la que se sentaba el novio de Paula con sus secuaces. A pesar de que aquél gorila no fuera capaz de deletrear Shakespeare (a decir verdad, dudaba de que fuera capaz de deletrear Romeo), empezaba a darse cuenta de que algo estaba ocurriendo, y fruncía el ceño. Malo.

He intentado olvidar el grito que me agarrota el estómago cada vez que te veo besarle, y ya no puedo callarlo más. Ya no puedo callar a todas las células de mi cuerpo, que saben que eres para mí, igual que saben que la noche sigue al día. He nacido para amarte, y si miras en mis ojos, verás que estamos hechos el uno para el otro.”

La cosa se estaba poniendo fea. El señor Harrison se había levantado y había salido de la sala, seguramente para buscar al encargado del telón, y los del equipo de fútbol estaban ya susurrando mosqueados. Por no hablar del resto del público. Definitivamente, hasta los más despistados ya se habían dado cuenta de lo que estaba pasando.

Te quiero, Paula. Te deseo, te sueño, te espero, te necesito. Sueño con buscar tus tatuajes con la luz apagada, y con beber de tu sonrisa de cascabeles. Y sé que me dirás que sí, aunque tenga que plantarme en tu puerta todos los días de mi vida, aunque tenga que esperar veinte años. No me importará esperar. Amarte me hace seguir vivo, y daré hasta la última de mis lágrimas para hacerte feliz”.

El teatro estaba completamente revolucionado, y al ver levantarse a los del equipo de fútbol, Kyle se levantó de su asiento y se dirigió a la salida. Pensaba en arrancar el coche y esperar a Josh en la puerta trasera. En salvarle la vida, en definitiva. Cuando estaba a punto de salir, se giró hacia el escenario, y apenas pudo creer lo que veían sus ojos.

Paula bajó por las escaleras, con una sonrisa enorme en la cara y con lágrimas acariciando sus mejillas. Se acercó a Josh, que temblaba de la emoción, y cogió la cara del muchacho, que también lloraba, entre sus manos.

Cuando se fundieron en un beso dulce y apasionado, Kyle salió corriendo con una sonrisa en los labios. Tenía que sacar a aquellos dos de allí, y tenía que sacarlos ya.


domingo, 25 de abril de 2010

Se perdió el fin del mundo

Se perdió el fin del mundo por un maldito trasbordo.

Tal y como se temía, había perdido el vuelo a Munich debido al retraso en la salida de El Prat con dirección a París, y todo por culpa del volcán Eyjafjallajokull. Lo cual, bien pensado, resultaba de lo más irónico, teniendo en cuenta que aquella era la señal que llevaba esperando más de dos mil años. Dos milenios esperando el comienzo de la profecía (“El volcán en la isla teñirá el mundo de negro”) y él no llegaba tiempo por una mala resaca…

Lo cierto era que el trabajo de Ángel Exterminador nunca había estado nada mal. De hecho, había sido un verdadero chollo. Vacaciones pagadas, dietas por desplazamiento, alojamiento a todo lujo y un horario flexible. Por supuesto tenía épocas de estrés, como en cualquier trabajo, pero desde aquella historia de las plagas con los egipcios hacía cuatro mil años la cosa había estado bastante tranquila. Tanto que, sin darse cuenta, se había ido relajando más de lo conveniente. Era consciente de que su declive había empezado ya con los primeros emperadores romanos y sus fastuosas celebraciones: ahora la victoria en no sé qué batalla, luego, el cumpleaños de fulanito y más tarde, la ejecución pública de menganito. Chico, aquello sí que eran fiestas.

Al principio había soportado bastante bien aquél ritmo de vida. En cuanto se acostumbró a que los mensajes del jefe, cuando llegaban, lo hacían a primera hora de la mañana, no tuvo más que adecuar su horario para que todo funcionara sin sobresaltos. Así, en lugar de acostarse al llegar a casa desde las diferentes bacanales a las que sin excepción era invitado, aguantaba despierto hasta recibir la llamada del intermediario de turno. De esta manera conseguía dos cosas: aparentaba estar despierto y en marcha con el alba aún despuntando y después podía dormir hasta la llegada de la noche sin ser molestado.

Las cosas continuaron de mal en peor durante los siguientes siglos. O de bien en mejor, según se mirara. Cada nueva civilización emergente encontraba nuevas vías de depravación y lujuria, y el desenfreno reinante a su alrededor hacía que los años le parecieran segundos. Solamente durante la encorsetada época victoriana se vio obligado a bajar el ritmo, pero por suerte, y como todo lo malo de la vida, pasó dejando atrás toda su rigidez y sus malos rollos. Y la fiesta, una vez más continuó.

Continuó hasta el siglo XXI. Continuó, por supuesto, hasta el año 2010. Continuó, más concretamente, hasta el mes de abril de 2010. Y continuó, exacta, fatídica y estrepitosamente hasta la noche del 14 de abril de 2010. En circunstancias normales, es decir, en circunstancias pre-volcánicas, hubiera conocido aquella noche como la fiesta de las fiestas. La fiesta de las fiestas de las fiestas, y la licencia no hubiera sido exagerada. El alcohol voló, en lugar de correr, y las mujeres pasaron por sus brazos como hacía siglos, y no era una metáfora, que no pasaban. Los astros se habían alineado y el cielo se había abierto para él, pobre inmortal. Sí, sin duda, hubiera sido memorable si no hubiera sido, además, la noche anterior a la gran misión de su vida. El momento para el que, en teoría, llevaba milenios preparándose.

Estaba previsto que, al día siguiente de la “fumata” negra, como la llamaba el jefe, el cielo se tiñera de rojo sobre la ciudad de Múnich (en una ocasión le había preguntado al jefe por qué en Munich. Le parecía más apropiado comenzar la movida en Jerusalén o en alguna otra ciudad simbólica, había comentado. El jefe le había contestado que era una forma de equilibrar la balanza por el Oktoberfestival, y nunca más habían vuelto a hablar del tema).

Como íbamos diciendo, a las 17.23 caería un rayo en el centro de la ciudad y un coro de querubines anunciaría la llegada del Ángel Exterminador, es decir, él mismo. En ese momento bajaría del cielo armado con una espada de fuego sobre un carro tirado por caballos voladores. Y a continuación, lo típico en aquellos casos. El caos, la destrucción, el fin del mundo, todas esas cosas. Todo muy bien preparado y coordinado, una verdadera pasada, excepto por un detalle: él no bajaría con ninguna espada, ni montado en ningún carro sencillamente por que no le había dado tiempo a presentarse en su puesto a tiempo para el trabajo.

Y allí se encontraba por fin, tirado en aquél aeropuerto. Podía imaginarse la bronca que le iba a caer cuando los caballos bajaran sin espada de fuego y sin nada, no iban a asustar una mierda. En fin, no le quedaba otra que pagar los novecientos euros que le pedía aquél taxista pirata. Ochocientos por el viaje a Munich, y cien por que la espada no cabía en el maletero y la llevaba en el asiento delantero. Una cosa estaba clara: en cuanto comenzara el fin del mundo como el jefe manda y se le pasara aquél horrible dolor de cabeza, iba a ser el primero al que se cargara…